Caballo Blanco, Uffington |
La Balada del Caballo Blanco es un poema extenso del escritor inglés G. K. Chesterton, publicado originalmente en 1911. El poema relata la victoria de Alfredo el Grande contra los vikingos en la Batalla de Ethandun.
Resaltando las virtudes caballerescas del rey Alfredo, Chesterton se vale de tres leyendas concernientes a su vida para narrar un mito fundacional inglés.
Alfredo, rey de Wessex e Inglaterra, se halla fugitivo de las tropas del Gran ejército pagano, que invaden toda la isla desde Dinamarca. En estas circunstancias, tiene una visión en medio del bosque, la cual lo lleva a emprender su misión como rey, pese a todas las adversidades.
De este modo, congrega a quienes lo acompañarán a la guerra en nombre de aquella visión. Enfrenta diferentes obstáculos, pero logra su cometido.
Luego, en uno de los más bellos pasajes del libro, consigue introducirse en el campamento danés disfrazado como trovador, y se desarrolla un intenso debate en forma de duelo de trovadores. Mediante este recurso, Chesterton hace un delicioso desarrollo de las ideas centrales que encarna el mito de Alfredo, hace una defensa de la cultura cristiana frente al paganismo representado en el ejército danés y presenta el nexo entre la historia y el sitio conocido como la Colina del Caballo Blanco.
Más tarde, Alfredo consigue escapar de allí sin ser descubierto, y continúa su peripecia por el bosque. Hallándose próximo al sitio donde debía reunir sus tropas, vive otro de los legendarios episodios que estructuran el poema. Allí es golpeado por una mujer que le encomienda la custodia de los panes que horneaba, al tomar al rey por un mendigo. En la pluma del escritor inglés, este suceso se vuelve un nuevo motivo de reflexiones que alimentan la transformación final del personaje principal en el mito que será Alfredo el Grande.
De este modo, llega el clímax del poema con la Batalla de Ethandun, hábilmente contada por Chesterton. En ella resuenan los ecos de los antiguos Cantares de gesta, como el Cantar de Roldán, el Cantar de Mío Cid o el ciclo de las leyendas artúricas.
La Batalla concluye con la victoria de los sajones, pero su efecto de mayor trascendencia no será la recuperación de territorio en sí misma, sino el bautismo cristiano del rey danés Guthrum.
Los últimos capítulos relatan la confirmación en el trono del rey Alfredo el Grande, sus trabajos para reordenar y proteger al reino, y los últimos enfrentamientos con el pueblo de Guthrum; finalmente, coronan los argumentos desplegados por el autor con la espléndida metáfora del Caballo Blanco, y la advertencia que late en este símbolo.
LA BALADA DEL CABALLO BLANCO
Resaltando las virtudes caballerescas del rey Alfredo, Chesterton se vale de tres leyendas concernientes a su vida para narrar un mito fundacional inglés.
Alfredo, rey de Wessex e Inglaterra, se halla fugitivo de las tropas del Gran ejército pagano, que invaden toda la isla desde Dinamarca. En estas circunstancias, tiene una visión en medio del bosque, la cual lo lleva a emprender su misión como rey, pese a todas las adversidades.
De este modo, congrega a quienes lo acompañarán a la guerra en nombre de aquella visión. Enfrenta diferentes obstáculos, pero logra su cometido.
Luego, en uno de los más bellos pasajes del libro, consigue introducirse en el campamento danés disfrazado como trovador, y se desarrolla un intenso debate en forma de duelo de trovadores. Mediante este recurso, Chesterton hace un delicioso desarrollo de las ideas centrales que encarna el mito de Alfredo, hace una defensa de la cultura cristiana frente al paganismo representado en el ejército danés y presenta el nexo entre la historia y el sitio conocido como la Colina del Caballo Blanco.
Más tarde, Alfredo consigue escapar de allí sin ser descubierto, y continúa su peripecia por el bosque. Hallándose próximo al sitio donde debía reunir sus tropas, vive otro de los legendarios episodios que estructuran el poema. Allí es golpeado por una mujer que le encomienda la custodia de los panes que horneaba, al tomar al rey por un mendigo. En la pluma del escritor inglés, este suceso se vuelve un nuevo motivo de reflexiones que alimentan la transformación final del personaje principal en el mito que será Alfredo el Grande.
De este modo, llega el clímax del poema con la Batalla de Ethandun, hábilmente contada por Chesterton. En ella resuenan los ecos de los antiguos Cantares de gesta, como el Cantar de Roldán, el Cantar de Mío Cid o el ciclo de las leyendas artúricas.
La Batalla concluye con la victoria de los sajones, pero su efecto de mayor trascendencia no será la recuperación de territorio en sí misma, sino el bautismo cristiano del rey danés Guthrum.
Los últimos capítulos relatan la confirmación en el trono del rey Alfredo el Grande, sus trabajos para reordenar y proteger al reino, y los últimos enfrentamientos con el pueblo de Guthrum; finalmente, coronan los argumentos desplegados por el autor con la espléndida metáfora del Caballo Blanco, y la advertencia que late en este símbolo.
Adaptación de la Wikipedia
The Ballad of the White Horseby Theophilia |
LA BALADA DEL CABALLO BLANCO
Una gran faz volteó la noche
provista de una gran enramada que arrojó al caos,
¿Por qué doblar una mortaja informe
para buscar la nube arcaica,
luz y visión de fuertes caballeros?
¿Dónde, hundidas, las siete inglaterras
yacen sepultas una sobre otra?
¿Por qué una espada ociosa, me pregunto,
agita el polvo como trueno
para hacer humo y sofocar al sol?
¿Qué forma puede discernir el hombre
de la nube de arcilla arrojada al cielo?
Estos señores iluminar pueden el misterio
del dominio o la victoria,
y cabalgarán en lo alto de la historia,
pero no retornarán.
Hundidos los colmillos en el gonfalón normando
murió el Dragón Dorado:
no nos despertaremos con una balada de cuerdas,
tiempo apropiado para las cosas pequeñas,
ni a los reyes santos veremos
cuesta abajo por la ladera de Severn.
Yerto, extraño y extravagantemente pintado
como el corpacho de Bayeux
se mantiene el alba de Inglaterra,
mientras Alfredo y los daneses
parecen cuentos que fingen la tribu entera;
algo muy inglés para ser verdadero.
Desde que alguna vez
un buen rey en una isla gobernó;
cuando caminó por un árbol de manzana
salieron del mar verdes demonios
y arrastraban pesadas plantas marinas
que iban dejando huellas de limo opalino.
Alfredo todavía no es cuento de hadas;
sus días corren como los nuestros,
en que también buscaba la siguiente hora
en llanuras con gente y cielos bajos,
desde las pocas ventanas de la torre,
o sea, desde la cabeza del hombre.
¿Pero quién mirará desde la capucha de Alfredo
o respirará su aliento vivo?
Su siglo, como pequeña nube oscura
que lejos deambula a la deriva,
muchedumbre sin ojo,
en que fuerte claman las trompetas lastimeras
y surcan densas flechas.
Señora, por una sola luz
vemos desde los ojos de Alfredo,
sabemos que vio a través de la destrucción
el signo que pende de su cuello,
donde Alguien más que Melquisedec
muerto está y nunca muere.
Por lo que traigo estas rimas
a quien me trajo la cruz,
pues en usted arde la flama infalible
y vi el signo que Guthrum percibió
cuando dejó reposar a sus naves
el temor,
y puso la mar en paz.
¿Recuerda cuando estuvimos
bajo una luna dragón,
y caminamos entre volcánicos tintes de la noche
por donde se libró la batalla desconocida
y vimos árboles negros en la cima de la batalla,
el espino negro sobre Ethandune?
Y pensé, “iré contigo,
como el hombre ha ido con Dios,
y discurre con una estrella errante,
errabundo corazón de las cosas que son,
cruz ardiente de amor y guerra
que, como tú, su camino sigue”.
Por delante, donde tú estás
estarán el honor y la risa,
bosques antaño purpurados y espuma perlada,
pabellón alado de Dios libre para errar;
su rostro, una casa errante,
casa volante para mí.
Cabalga a través de silentes tierras cataclísmicas,
anchurosas como la desolación,
atravesando estos días que como desiertos son,
cuando el orgullo y el escozor de una pequeña pluma
han secado y abierto los corazones de los hombres;
corazón de héroes, ¡cabalgad!
Cuesta arriba, a través de una casa vacía de estrellas,
que es el corazón que eres,
hacia el escarpado espacio inhumano
como se sube en la escala de la gracia,
llevando la luz del fuego en tu rostro
más allá de la estrella solitaria.
Toma estos versos, en recuerdo de la hora
en que nos desviamos del camino a casa
y oteamos las aldeas humeantes, raras
con el rey y el santo de las tierras del Oeste,
y vimos desfallecer la gloria occidental
cuan largo es el camino a Roma.
provista de una gran enramada que arrojó al caos,
¿Por qué doblar una mortaja informe
para buscar la nube arcaica,
luz y visión de fuertes caballeros?
¿Dónde, hundidas, las siete inglaterras
yacen sepultas una sobre otra?
¿Por qué una espada ociosa, me pregunto,
agita el polvo como trueno
para hacer humo y sofocar al sol?
¿Qué forma puede discernir el hombre
de la nube de arcilla arrojada al cielo?
Estos señores iluminar pueden el misterio
del dominio o la victoria,
y cabalgarán en lo alto de la historia,
pero no retornarán.
Hundidos los colmillos en el gonfalón normando
murió el Dragón Dorado:
no nos despertaremos con una balada de cuerdas,
tiempo apropiado para las cosas pequeñas,
ni a los reyes santos veremos
cuesta abajo por la ladera de Severn.
Yerto, extraño y extravagantemente pintado
como el corpacho de Bayeux
se mantiene el alba de Inglaterra,
mientras Alfredo y los daneses
parecen cuentos que fingen la tribu entera;
algo muy inglés para ser verdadero.
Desde que alguna vez
un buen rey en una isla gobernó;
cuando caminó por un árbol de manzana
salieron del mar verdes demonios
y arrastraban pesadas plantas marinas
que iban dejando huellas de limo opalino.
Alfredo todavía no es cuento de hadas;
sus días corren como los nuestros,
en que también buscaba la siguiente hora
en llanuras con gente y cielos bajos,
desde las pocas ventanas de la torre,
o sea, desde la cabeza del hombre.
¿Pero quién mirará desde la capucha de Alfredo
o respirará su aliento vivo?
Su siglo, como pequeña nube oscura
que lejos deambula a la deriva,
muchedumbre sin ojo,
en que fuerte claman las trompetas lastimeras
y surcan densas flechas.
Señora, por una sola luz
vemos desde los ojos de Alfredo,
sabemos que vio a través de la destrucción
el signo que pende de su cuello,
donde Alguien más que Melquisedec
muerto está y nunca muere.
Por lo que traigo estas rimas
a quien me trajo la cruz,
pues en usted arde la flama infalible
y vi el signo que Guthrum percibió
cuando dejó reposar a sus naves
el temor,
y puso la mar en paz.
¿Recuerda cuando estuvimos
bajo una luna dragón,
y caminamos entre volcánicos tintes de la noche
por donde se libró la batalla desconocida
y vimos árboles negros en la cima de la batalla,
el espino negro sobre Ethandune?
Y pensé, “iré contigo,
como el hombre ha ido con Dios,
y discurre con una estrella errante,
errabundo corazón de las cosas que son,
cruz ardiente de amor y guerra
que, como tú, su camino sigue”.
Por delante, donde tú estás
estarán el honor y la risa,
bosques antaño purpurados y espuma perlada,
pabellón alado de Dios libre para errar;
su rostro, una casa errante,
casa volante para mí.
Cabalga a través de silentes tierras cataclísmicas,
anchurosas como la desolación,
atravesando estos días que como desiertos son,
cuando el orgullo y el escozor de una pequeña pluma
han secado y abierto los corazones de los hombres;
corazón de héroes, ¡cabalgad!
Cuesta arriba, a través de una casa vacía de estrellas,
que es el corazón que eres,
hacia el escarpado espacio inhumano
como se sube en la escala de la gracia,
llevando la luz del fuego en tu rostro
más allá de la estrella solitaria.
Toma estos versos, en recuerdo de la hora
en que nos desviamos del camino a casa
y oteamos las aldeas humeantes, raras
con el rey y el santo de las tierras del Oeste,
y vimos desfallecer la gloria occidental
cuan largo es el camino a Roma.
La Balada del Caballo Blanco y Lepanto: entre Chesterton y Borges (Eduardo B. M. Allegri)